¿Es ALQUÉZAR el CASTILLO más sorprendente de España? 🏰 Instantes de Tiempo

Alquézar aparece en todos los folletos como “el gran castillo-colegiata”, un nombre que suena a fortaleza legendaria, almenas infinitas y ecos de batallas medievales. La realidad es algo distinta: lo que encontramos fue un conjunto pequeño, de aire más religioso que militar, rodeado de un pueblo muy fotogénico pero casi convertido en escenario turístico. Aquí va nuestra experiencia, con historia, anécdotas y un poco de crítica constructiva. 

El peso de la historia

Alquézar debe su nombre al castillo o al-qasr. Su origen se remonta al siglo IX, cuando Jalaf ibn Rasid levantó una fortaleza musulmana. El mogote rocoso sobre el cañón del Vero domina los pasos naturales del Somontano y la cuenca de Barbastro: desde ahí se controlaba el valle, las rutas de comunicación y los accesos hacia el norte. Colocar una fortaleza en una roca casi inaccesible era la receta clásica de la época para vigilar y defender un territorio. En 1067 pasó a manos cristianas de Sancho Ramírez, a quien ya conocéis en Octubre&Castillos. Como parte de ese avance y de la reorganización del territorio, fue una acción militar-política con objetivos defensivos, administrativos y demográficos. Poco después, se instaló una comunidad de canónigos agustinos. La vida militar quedó en un segundo plano, y la fortaleza empezó a transformarse en colegiata románica, sustituida más tarde por el edificio gótico tardío que hoy se puede visitar, levantado entre 1525 y 1532. Durante este periodo hubo trabajo artístico, transformaciones arquitectónicas y vida religiosa y económica cotidiana. La historia es sólida, apasionante, incluso; el edificio, en cambio, es más bien discreto.


Vista desde el aparcamiento


Llegar a un pueblo que parece decorado

Nuestro viaje comenzó en pleno verano, con la precaución de reservar la visita guiada a primera hora. Lo primero que os vais a encontrar a la entrada de Alquézar es la rotonda de acceso al pueblo, reservada únicamente a vecinos gracias a un sistema de control de matrículas. Una medida muy adecuada en destinos turísticos, para evitar la saturación de coches. Aparcamos a la sombra de un árbol, como tantos visitantes franceses (recuerdo muchas familias francesas), y emprendimos una caminata de veinte minutos cuesta arriba hasta la colegiata. Entre calor y cuestas, confirmamos que no es un lugar pensado para personas con movilidad reducida. El pueblo en sí es bellísimo, con calles estrechas, serpenteantes, y fachadas de piedra impecables. Albert no paraba de decir lo bonito que era todo. Yo, en cambio, no pude evitar fijarme en la otra cara: casi no quedan vecinos. Hoteles boutique y apartamentos han tomado las casas, han restaurado las fachadas y han puesto flores en los balcones. El resultado es un escenario medieval de postal, más teatral que habitado. Como muchos pueblos de interior en España, Alquézar sufrió la despoblación rural a partir de los años 50, cuando la agricultura dejó de sostener economías locales y la gente (sobre todo la juventud) emigró buscando trabajo y servicios en ciudades y núcleos mayores.


Acceso a la fortaleza


Camino hacia la colegiata

En el recorrido encontramos una de las oficinas de turismo más bonitas que he visto, perfectamente integrada y con un trato impecable. Allí confirmamos que con nuestra entrada ya podíamos subir directamente. Pasamos también por el inicio de las pasarelas de Alquézar, esa ruta que bordea el río Vero con plataformas colgantes, y por el Ayuntamiento, donde se venden las entradas. La sensación era que todo el pueblo giraba en torno al visitante. Nos cruzamos con algunas cafeterías abiertas que ya a esas horas despachaban bocatas para los que empezaban la visita por el cañón del Vero. Al final de la calle apareció por fin la entrada a la fortaleza, discreta y pequeña, casi escondida tras muros de piedra que no transmiten precisamente grandiosidad.


Colegiata Santa María la Mayor de Alquézar


Una visita guiada en miniatura

La entrada cuesta apenas cuatro euros, el mismo precio con o sin guía. Como teníamos la opción, elegimos la visita guiada, y nos encontramos con una situación casi de lujo: la explicación era solo para Albert y para mí. Sin embargo, la experiencia no fue tan intensa como esperábamos. El guía, correcto, pero algo monótono, se limitó a contarnos las curiosidades básicas del claustro: que no es cuadrado, ya que tiene que adaptarse a la orografía del monte, que conserva pinturas murales originales, que los capiteles siguen mostrando escenas religiosas y que fueron restaurados hace poco. La iglesia se visitó rápido, con la aclaración de que nunca fue catedral porque dependía de la de Roda de Isábena. En media hora estaba todo visto y nos invitaron a seguir la visita por nuestra cuenta en el piso de arriba. Después de subir las escaleras nos encontramos con el museo episcopal, que nos dejó algo fríos: algunos retablos que no conseguimos valorar y vitrinas sin demasiado atractivo. Lo único realmente memorable fue el mirador superior, desde donde las vistas al cañón del Vero y los buitres sobrevolando el pueblo tan cerca parecía que podíamos rozar la punta de las plumas de sus alas. Ese momento, breve y natural, nos reconcilió con el viaje.


Su curioso claustro con los capiteles originales


San Miguel: la iglesia de abajo, la del pueblo

Sí: la iglesia de San Miguel es “la de abajo”, la que queda en la parte baja del núcleo, junto a la zona de restaurantes. Tras preguntar por los daños sufridos durante la Guerra Civil, nuestro guía nos explicó que la colegiata, por su situación elevada y de difícil acceso, se mantuvo relativamente a salvo; la que más sufrió fue precisamente San Miguel. Esto explica que hoy la vida religiosa del pueblo se concentre allí: San Miguel es la iglesia más accesible para la mayoría y acoge la mayoría de los actos parroquiales. Además, es considerada la iglesia del pueblo en sentido literal y afectivo: fue financiada por sus vecinos y conserva ese carácter comunitario que la colegiata, por su función histórica y su posición en la roca, ha ido perdiendo. Después de la visita a la colegiata bajamos a verla; nos pareció un espacio más “vivo”. En los años 80 Alquézar estuvo literalmente al borde de la desaparición: su población cayó a cifras muy bajas (cientos de habitantes), y buena parte del casco quedó en ruinas. La revitalización del pueblo es fruto de una combinación de factores: iniciativas locales, la promoción comarcal y proyectos concretos de aprovechamiento del entorno natural, como la puesta en valor de la ruta por las Pasarelas del Vero. La suma de esfuerzos públicos y privados y la estrategia turística comarcal terminaron por atraer visitantes y regenerar la economía local; en 2022 Alquézar fue reconocido incluso por la OMT como «Best Tourism Village», síntoma del impulso planificado.


Parroquia de San Miguel Arcángel

Alquézar no es el “gran” monumento que su nombre promete ni la fortaleza de cine que me imaginé cuando os expliqué los tipos de castillo existen. Si no un conjunto íntimo, con una historia interesante, algunos detalles arquitectónicos singulares y, sobre todo, un emplazamiento privilegiado. El pueblo, encantador aunque un poco de cartón-piedra, y la colegiata, con un museo discreto y una visita guiada poco inspirada, pueden dejar un sabor agridulce. Pero entonces aparece el paisaje: el cañón del Vero abriéndose como un libro de piedra y agua, las calles aferradas a la roca, los buitres trazando círculos sobre el cielo. Quizá la grandeza de Alquézar no esté en sus muros, sino en el entorno que los rodea, en esa alianza entre fragilidad humana y permanencia natural que convierte al lugar en un escenario inolvidable.

Adriana


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